A palabras necias, oidos sordos. Proverbio chino. Wily. El Viernes, 1 de Octubre de 2004 05:24, Daniel Rincón Prada escribió:
* Jimmy Zapatero
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* José María CARRASCAL * Jimmy Carter tiene el dudoso honor de haber pasado a la historia como una excelente persona y un desastroso presidente. Tan desastroso que a punto estuvo de convertir Estados Unidos en una potencia de segundo orden. Todo en él eran buenas intenciones, nada, decisiones correctas. Confundió la Casa Blanca con un púlpito y la labor de gobierno, con la de apostolado. Para que se hagan una idea de su forma de gobernar basta una muestra. Cuando se preparaba la operación de rescate de los rehenes en la embajada norteamericana en Teherán, el presidente quiso saber primero si los guardianes del edificio eran «reclutas o voluntarios». Pues de ser reclutas, no podía moralmente matárseles. Ni qué decir tiene que la misión fue un completo fracaso, como casi todo lo que se emprendió durante aquellos cuatro años. Con esta filosofía, nada de extraño que se le subiesen a las barbas grandes y pequeños y recibiera bofetadas de diestro y siniestro. Bofetadas que él aguantaba con beatífica sonrisa, siguiendo la máxima evangélica de poner la otra mejilla. Con lo que puede ganarse el cielo, pero, desde luego, no la tierra. Los norteamericanos no estaban para ello y, cuando llegó el momento de la reelección, los cincuenta estados de la Unión, incluido el suyo, Georgia, le dieron la espalda, prefiriendo a Reagan. Por ciento que éste no tuvo necesidad de actuar contra los iraníes, ni siquiera de amenazarles por la felonía jurídico-política que habían cometido ocupando la embajada: le devolvieron los rehenes el mismo día que tomó posesión. El problema de Jimmy Carter es que se equivocó de profesión. Él era, y es, no un político, sino un predicador. Buscaba la verdad, la justicia, la hermandad entre los hombres. Más que gobernar el mundo, quería redimirlo. La política a ras de suelo, con su secuela de intereses, mentiras, zancadillas y puñaladas traperas no era que no le interesase, es que la despreciaba. Encontrándose a la postre que, tan interesado estaba en salvar las almas de sus conciudadanos, que estuvo a punto de que todos acabaran subyugados, no ya por los soviéticos, que alcanzaron por aquel entonces su hegemonía, sino por los seguidores de Jomeini y otros extremistas del tercer mundo, que hicieron su agosto en aquellos años. Aunque no frecuentes en la áspera arena política, no crean que este tipo de personajes es ajeno a ella. Se da, aquí y allá, tan vez por ese capricho o necesidad que tiene la naturaleza de compensación, en este caso, los malas leches que abundan en ella. Y miren ustedes por dónde, parece que a nosotros nos ha tocado ahora uno de ellos. Cada día que pasa, José Luis Rodríguez Zapatero se me parece más a Jimmy Carter en lo que dice y en lo que hace. Sus propuestas son de una ternura evangélica, como si en vez de tratar con hombres estuviera tratando con ángeles. Cuanto dice está muy bien, lo malo es que llevado a la práctica, se queda en nada. Su discurso es tan melifluo como cándidas sus acciones. Con el inconveniente de que, como le ocurrió a Carter, la candidez puede ser recompensada en el otro mundo con el cielo, pero en éste no recibe más que palos. «La guerra es mucho más fácil de ganar que la paz. La paz es la tarea», dijo nuestro presidente en la ONU. Excelsas palabras. Pero, ¿qué ocurre cuando alguien nos declara la guerra? Pues no cabe la menor duda de que el fundamentalismo islámico ha declarado la guerra a Occidente, en general, sin distinguir entre norteamericanos y europeos, entre franceses e italianos, entre soldados y civiles, y ahí están para demostrarlo esas dos cooperantes italianas que habían ido a Iraq no a luchar, sino a ayudar al pueblo iraquí. Puede que a los cooperantes los terroristas les odien más que a los soldados de la coalición, pues representan, mejor que nadie, ese occidente al que temen por lo que le odian. ¿Qué remedio, qué actitud adopta Zapatero ante estos criminales? Pues la misma que adoptó Carter ante quienes contra toda ley y derecho habían asaltado su embajada: paciencia, diálogo, sonrisa y, a la postre, «una alianza de civilizaciones». Díganme ustedes qué civilización representan esos salvajes, que empiezan matando a los musulmanes que no se pliegan a su interpretación rigurosa del islam. ¡Ah!, me olvidaba del segundo de sus ungüentos milagrosos: «Corregir las grandes injusticias políticas y económicas que asolan el planeta». La vieja matraca progresista de que el terrorismo es producto de la pobreza imperante en el mundo. ¿No se han enterado de que Ben Laden es millonario y de que buena parte de los envueltos en el 11-S y el 11-M procedían de familias de la clase media, que en mundo musulmán es alta? En fin, para qué seguir. Creíamos que después de Múnich, los dirigentes políticos demócratas de todas las tendencias habían aprendido la lección de que frente a la agresión e incumplimiento de las normas no hay otra postura que la firmeza, ya que el apaciguamiento sólo conduce a más agresión y más violaciones. Pero está visto que el linaje de los cándidos, por usar el más benévolo de los calificativos, sigue ofreciéndonos curiosos ejemplares, para solaz de los bribones. Lo malo es cuando uno de ellos llega, por una de esas ventoleras de la vida, a ocupar la presidencia de una nación. Ya puede prepararse ésta, pues lo menos que puede pasarle, como al peregrino de Lourdes, es quedarse como está. Y para cerrar, nada más apropiado que aquel epigrama romano, que como todos los suyos ha resistido el paso de los siglos y de los hombres: «La mejor forma de mantener la paz es estar preparado para la guerra».